Nunca nos hemos visto por el camino,
pero te he descrito como si te viese,
con tu camisa blanca y abotonada.
Sin embargo, no sé por qué,
te la imagino mal abrochada
y con los pantalones remetidos,
como estas mismas palabras.
Nunca has estado en mi casa,
pero un día pasaste por ella.
Subiste la cuesta de los calabozos
por la falda dura de la sierra,
lleno de polvo y esposado.
No pude acompañarte aquel día,
ni meterme en aquellas rejas.
Se hicieron los vientos mudos, aquel día,
cuando el pueblo arrastraba tu muerte.
Nadie sabía dónde meterse,
¡porque no podían verte!,
tan presente y tan lejos
de tu tierra amante.
En tu pueblo,
han muerto más de uno y más de dos,
-como bandidos nocturnos-,
donde te tiene clavado el tiempo,
¡ahí mismo, dentro de las verjas!,
pero estás dentro del cuerpo del viento.
No nos dejes de escribir,
no te marches del pueblo.
He soplado tu nombre con la inocencia de tu sombra
y he notado tu sangre
que deshacía mi voz frente a los hombres,
-y no en las iglesias-.
Moriste con la cabeza muy alta y el cuerpo tendido,
con la garganta cansada y el corazón deshecho,
roto y dolido.
Tus puentes te lloraron aquel día
y sacaron sus escopetas,
dispararon a los cielos
¡y cayeron tormentas!
Las aguas se volvieron bravas,
furiosas las manos de Orihuela.
Pero no te has muerto Miguel,
no estás solo, no te has ido.
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